Este libro pequeño, pero muy ameno, se me metió en la fila. Lo encontré sobre el escritorio de mi neurocirujano, cuando fui a una consulta. “Estoy de autor” me dijo. Y, después de felicitarlo, me contó que escribió sobre su vida, sobre cómo se formó como ser humano y profesional; y, por supuesto, historias de pacientes, que es una de las cosas que más nos gusta escuchar a quienes somos cercanos con los médicos. A pesar de que desenlace sea a veces trágico, muestran mucho el lado más humano de la Medicina: nuestras rarezas, locuras y singularidades, vistas desde los ojos de quienes nos ven y de quienes nos cuidan.
De la mano de estas páginas -que leí de un tirón, en una sola noche- viajé por Colombia. Conocí los paisajes de los Llanos orientales, donde hubo un pueblo donde la diplomacia debía ser tan delicada como en las Naciones Unidas. Conocí un poco de la política de oficina que reina en los hospitales de Medellín, y las gestiones para abrir servicios en la ciudad. Así como de los ambientes académicos, donde se complementa el ejercicio de la medicina.
Sobre todo, conocí mucho de la vida del Doctor. De cómo se formó como ser humano y como profesional. De su familia, de la carrera y los negocios de los papás (¿quién no pasó delante del letrero blanco y verde del negocio de los papás en los noventa?). Cómo ejerció en los años más oscuros de Medellín, y cómo eso no sólo incidió sobre él mientras estaba en la residencia, sino sobre la formación de los médicos en general, y de la medicina de urgencias y emergencias en la ciudad. Cómo robusteció los servicios y los convirtió en uno de los centros de referencia en América Latina.
La narrativa del libro fue como sostener una conversación con el Doctor. Podía escucharlo hablar; lo que se sintió como estarle escuchando las historias y las explicaciones en consulta. También, me sentí un poco reflejada en los demás pacientes; ya que, aunque cada caso es un mundo, todos tenemos en común esa confianza enorme en su criterio y en sus conocimientos.