Anoche, salía con mi libro de clase de pilates cuando mi instructor -a quien soy muy cercana- me comenzó a hacer varias preguntasrelacionadas con lectura. Me preguntó cómo hacía para leer varios libros al tiempo (ya lo expliqué en el libro de descanso link), cómo escogía los libros, entre otras.
La pregunta que motiva mi escrito de hoy fue la última. ¿Qué pasa cuando no me gusta un libro? Pues lo dejo, le dije. Tengo dos comportamientos, continué, y pasé a explicarme: a veces, si no me gusta para nada (he tenido casos, como el del fascismo link) lo dejo, sin temor al sesgo de pérdida. Otras veces, si siento que tal vez no es el momento de ese libro (como me pasó con el Vendedor de Saris link) pues lo dejo por un tiempo (semanas, meses o hasta años) hasta que siento que es el momento de tomarlo. El libro se añeja, le dije; se decanta. Y el cuerpo y la mente lo sienten. No tengo otra explicación, pero a cada libro le llega su momento, terminé.
Él me contó que había estado leyendo un libro de Dostoievski (Memorias del subsuelo, nada menos) y no se había sentido cómodo leyéndolo. Había pensado en dejarlo, pero le hizo en su momento la misma pregunta a otro compañero de pilates. La respuesta fue rotunda.
Que cómo lo iba a dejar, le dijo el usuario. Que un libro no se dejaba, así como así. Que si es que él dejaba botadas a la novia o a la mamá si se enfermaban o si se quedaban sin trabajo. Que no señor: lectura que comenzaba, era lectura que terminaba; sin apelaciones. Mejor dicho, lo hizo sentir casi como un infiel o un mal hijo por abandonar el libro.
La ramplonería arrogante de la respuesta me dejó atónita en un principio. Un tipo supuestamente muy inteligente, que debía dar ejemplo, entrenado y educado; pero equivocado de medio a medio, y encima arrastrando a los demás en su equivocación.
Qué es eso, le dije a mi instructor. El usuario que mencionas cae en una falacia para sustentar su error. Esa es una falsa equivalencia. Tú no puedes equiparar un libro a tu mamá o a tu novia, porque estarías esencialmente dándoles el mismo valor: las estarías cosificando a ellas, al ponerlas a la misma altura del libro, que es un objeto. De un libro, por más que uno lo ame, se dispone, se sirve; y si el libro a uno no le gusta, pues se deja y se empieza un libro nuevo. Y aquí no pasó nada. Rematé, para despedirme.
Y la verdad es que siento que esta conversación, dicha en menos de cinco minutos en un salón, me revela varios aspectos de lo que todavía se entiende por lectura en mi país. O de lo que se pretende hacer entender.
En primer lugar, se pretende que la lectura sea como de segundo de primaria. Que terminemos lo que comenzamos era una orden de la profesora, que quería avanzar en los objetivos del Plan Lector antes de salir para el catecismo de la Primera Comunión. Aquí, ya somos adultos y leemos esencialmente por placer. Porque tenemos obligaciones complejas. Porque el mundo es difícil. Y un buen libro provee refugio, cobijo y estímulo frente a una realidad como la actual. Es rico cuando se siente como un reto porque nos está abriendo la mente, pero en modo alguno tiene por qué sentirse como una carga, porque de esas ya tenemos.
Segundo, se pretende intelectualizar la lectura. Hacer de ella algo serio, casi solemne. Y, si bien hay lecturas que sirven propósitos académicos (que no tienen espacio de discusión aquí, pues hablamos de lectura por placer) y nos ayudan a comprender el mundo, me atrevo a recordar que la lectura también es una actividad de disfrute mental y espiritual. De gozo. De descanso. Por lo tanto, de nuevo, no hay que amargarse la existencia leyendo cosas que no queremos leer, por la simple neurosis de llevar un registro o un invicto. Aquí nadie lleva puntajes; sólo se cuentan historias.
¿Qué se pretende con esas actitudes tan esnobistas, en un país con un índice de lectura en aumento, pero todavía bajo? ¿Es que hay gente que todavía pretende que la lectura y la cultura sean exclusivas y excluyentes, como un club social; o que cree que hay sólo una forma correcta de hacer las cosas (y esa suele ser la de ellos)?
No extraña que la gente se desanime de leer, si ven a quienes leen (a quienes leemos) con semejantes actitudes tan arrogantes.