Quien haya estado de fiesta en Medellín, puede entender el ritmo de las conversaciones y de la narración de este libro. Para mí, que pasé los años de adolescencia queriéndome ir a mi casa entre gente que me decía que me quedara “un ratico” o que “la última y nos íbamos”, fue más que fácil identificarme con la desesperación que siente el protagonista por llegar a su hogar a todo lo largo de la historia.
El lector puede incluso entender hasta la forma de poner apodos que tienen los protagonistas, y que cambian radicalmente la forma en que pensamos en un personaje particular. En mi caso fue así: casi todo el libro lo pensé de una cierta manera debido a su apodo, y cuando me lo vinieron a presentar formalmente, ya muchas páginas después, resultó ser completamente diferente.
Narrada a dos tiempos -pero no a contratiempo- este libro de Jorge Franco nos lleva de nuevo a Medellín, pero no a cualquier noche del año. Más exactamente, a la noche que separa el 30 de noviembre del 1 de diciembre: la noche de Alborada. Una de las noches más ruidosas del año, y donde mayor riesgo hay de que se presenten accidentes. ¿Por qué? Para la muestra un botón:
Andando de un sitio a otro en esta ciudad -que a veces puede ser de locos- en una noche de fiesta, el protagonista une el pasado con el presente. Recuerda su infancia, la caída en desgracia, la relación de sus padres, su propia relación con la sociedad; su salida del país. Franco trata en este libro actos como el volver al terruño, la familia, los cambios, la memoria, la culpa, la redención, y muchos otros más, que componen la sociedad y la vida de Medellín. Una olla de barro desapacible y encantadora.
El final, impensado, llega de golpe. Las líneas de tiempo se unen, las deudas con el pasado se saldan y a nuestro protagonista no le queda de otra que mirar hacia el futuro que no es, sino, suyo.
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De ñapa, una canción en la que pienso cuando recuerdo este libro: