Sí; el primer destino era Cartagena.
A pesar de la mirada de la familia-con-una-ceja-levantada, una de mis tías y yo insistimos en bajarnos del barco, a ver “lo que siempre vemos” cuando vamos a esta ciudad; pero que precisamente por ser algo típico colombiano, tal vez se nos podía escapar de los ojos.
Así pues, nos bajamos en el muelle y comenzamos a sentir los rigores del trato a los extranjeros:
- En primer lugar, nos pretendieron cobrar la tarifa del taxi a módicos US$20, a lo que respondí con mi mejor acento de Medellín explicando que éramos colombianas, que mejor les pagábamos en pesos, y que después de llevarnos a la Ciudad Antigua, nos tenían que esperar porque no teníamos pesos colombianos a disposición. ¡De malas! pensé, Yo aquí también juego de local, y si ellos nos llevan es porque pueden, no porque estemos abusando de ellos. Además, nos pidieron propina, la cual no es costumbre ofrecer a los taxistas en el país.
- Creyeron que entrábamos sin pagar al Castillo de San Felipe, lo cual tiene una pequeña historia involucrada: dicha visita es gratuita e incluye un guía para los ciudadanos colombianos, pero es cobrada a los extranjeros. Al saberlo, mi tía y yo preguntamos cuándo salía el próximo grupo de colombianos para ir por ellos. Lógico, ¿no? Pues no para el personal que estaba coordinando los grupos, ya que nos miraron con cara de estas-extranjeras-nos-vinieron-a-timar, nos midieron con los ojos y, después de preguntarnos de qué ciudad éramos -y yo responder que de Medellín, obveeeo- nos dieron la instrucción de “no decirle nada a nadie y caminar con el grupo que se acababa de ir”.
Pudimos entrar al Museo de la Inquisición, el cual estaba abierto de manera gratuita ese día. A pesar de no ser tan grande ni tan (ejem!) dotado como el de Lima, permite entrever que, de todos modos, en esta tierra también se cometieron horrores en el nombre del Santo Oficio.
Caminamos por la muralla, viendo el sol iluminar el Mar Caribe; nos perdimos por las hermosas calles de la Ciudad Amurallada y pudimos ver el Portón de los Dulces, el Muelle de los Pegasos y la estatua de Blas de Lezo, antes de devolvernos al barco, para continuar el recorrido. Nada especial, eso es cierto; pero lo que lo hizo especial fue haberlo apreciado desde una perspectiva diferente.
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