El mes, literariamente hablando, pasó volando como las bombas francesas sobre Cádiz. Y yo, que nunca he sido partidaria de leer un libro en cuya portada el nombre de su autor sea igual o más grande que el de la obra, me encontré leyéndolos por partida doble.
Considero la Literatura un ejercicio de humildad frente a la grandeza del pensamiento humano. Es un servicio que se presta a la Humanidad como colectivo que decide, con un juicio de siglos, si acepta o no los aportes en la obra de un determinado escritor.
Por eso detesto a aquellos que, consagrados en vida y envalentonados bien sea por la gallardía de su prosa, verdadera o atizada por los comentarios esotéricos de quienes analizan sus obras, optan por convertirse en celebridades y poner su persona en primer lugar con respecto a su obra. Esto provoca un olvido paradójico de, precisamente, la razón y el sustento de su estatus estrellado; que se desahoga a través de sus obras posteriores, a las que tratarán como mercenarios encargados de sustentar su estatus.
Este mes, sin embargo, no me arrepiento de haber cedido a la prosa de dos escritores consagrados en vida hasta el límite del tamaño de la tipografía: Italo Calvino (El barón rampante) y Arturo Pérez-Reverte (El asedio). Sus obras, con estructuras sencillas y personajes rocambolescos, locos, grandiosos en su Humanidad y al mismo tiempo amables, llegan al corazón del más duro lector y se enquistan en él, haciéndole apreciar la calidad excelente de la prosa de sus autores y su conocimiento de la condición humana, con todas sus grandezas, sus pequeños triunfos y sus falencias.
Ambos han sido excelentes recomendaciones de una persona a quien aprecio mucho, cuyo buen gusto en la literatura no pongo en duda y cuyas recomendaciones me han llevado siempre a excelentes hallazgos y vetas por explorar en el alma humana. A esta Maestra, ¡muchas gracias!
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