Después de hacer un censo meticuloso en mi biblioteca los últimos días de enero, constaté un hecho que ya intuía: la mayoría de las protagonistas de mis historias son mujeres. Salvo Ramsés, el stravagante Lucien, el prior Phillip, el juez Pazair, el Azteca y Gay Talese (quien, no obstante, cuenta historias de mujeres), no hay hombres con un protagonismo sólido en mi biblioteca; la mayoría de mis heroínas son mujeres.
Sorprendente, pero cierto. Soy amante de la épica, de la historia, de los avances y descubrimientos. Admiradora incondicional de los pioneros y de todos aquellos que han hecho girar a su favor la rueda del destino, sobreponiéndose a la adversidad y hecho conquistas increíbles. Amante, en suma, de la grandeza y la majestad que, por definición, han estado asociadas a las conquistas de los hombres y de algunas mujeres visionarias que se han hecho sentir; pero algo dentro de mí hace hincapié en un mundo delicado y quieto, lleno de grandes logros disfrazados de pequeñas victorias que, no obstante, influyen de forma más íntima, más diracta y si se quiere, más fatal sobre el futuro de los individuos: el mundo de las mujeres.
Hijas, esposas, amantes y madres susurran las historias, las verdades y los secretos de sus vidas desde la seguridad de los anaqueles de mi biblioteca. En las páginas de sus libros encuentro sus mundos, algunos más o menos recluidos. Sus triunfos públicos y privados; sus tristezas, sus maquinaciones y sus anhelos. Mi cabeza las oye, comprendiendo que hay algo atávico en la atracción que genera cada una de las palabras que componen sus historias; algo que me puede atar a su sino más fuertemente que la propia determianción, y que yace muy dentro de la condición femenina que comparto con muchísimas otras, algunas conocidas y otras no, en esta marea gigante que se llama Humanidad. Y yo, atenta, escucho.