La ida a las Catacumbas es un viaje al centro de la tierra. Se llega debajo del altar mayor de la iglesia de San Francisco, donde los frailes tuvieron por siglos el cementerio principal de Lima.
En la penumbra, se pueden ver no sólo los pilares que sostienen el templo y el claustro sobre nuestras cabezas, sino los huesos humanos dispuestos en los nichos, en los mostrarios, y en los enormes pozos en los cuales eventualmente caían los cadáveres más antiguos. Con varios metros de diámetro y, seguro, también de altura, estos pozos garantizaron que los difuntos de la ciudad pudieran ser enterrados en suelo sagrado por varios siglos.
Al salir de las catacumbas, nos ofrecieron una vista del claustro, con sus murales, sus obras de arte y los diferentes aportes de los mecenas, uno de los cuales tuvo el honor de ser enterrado debajo de la sala capitular, para que los frailes pudieran siempre rezar por él.
Después nos encontramos con el Museo de la Inquisición. Los ultrajes cometidos en el nombre de Dios por varios siglos son el tema principal del lugar, donde es posible conocer los calabozos de los herejes, así como los tormentos a los que los sometían, que podían llegar a incluir la muerte.
Después de este museo, fuimos al Barrio Chino. Como ya dije antes, Lima fue una puerta de entrada de los chinos a América Latina, por lo que cuentan también con una parte de la ciudad. Allí, las puertas son redondas, hay letreros directamente en mandarín y se venden delicias chinas, una de las cuales cominos.
A todas estas, el medio día limeño, ya en todo su furor, me estaba enloqueciendo. No podía más del calor, a pesar de ir con ropa fresca. Terminé comprando dos vestidos en la Plaza de Armas, me cambié inmediatamente y así acometimos el final del día.
Después de la caminata, decidimos almorzar. Buscamos para ello el Parque del Amor, ya que nos recomendaron una cevichería muy buena que da al Pacífico. Lamentablemente, no recuerdo su nombre; pero su sabor es de mayor recordación: en mi vida había probado un pescado tan bien preparado! Todo lo anterior, mientras se disfruta de la vista del Parque del Amor y, a sus pies, del Océano Pacífico.
Después de almuerzo, aprovechando la estadía en Miraflores, fuimos a conocer la playa. Me sorprendió, acostumbrada como estoy a las arenas blancas del Caribe, ver que toda la ribera se componía de piedras, que dan a la playa de Lima ese sonido tan aracterístico. Pudmimos asimismo ver los acantilados, que -para inquietud nuestra- parecían haber resistido a varios embates furiosos del Pacífico, al punto de no tener vegetación en algunas partes.
Recorrimos las playas y averiguamos cuánto valía la lección de surf; pero tuve que recular al oír que se requería tener buena visión; la cual, se sabe, no tengo: dependo de mis gafas para poder ver decentemente; por lo que optamos por dejar la playa y subir el acantilado hacia Larcomar.
Una vez en el famoso centro comercial, averiguamos por el tour para ir a Pachacamac. Para nuestra tristeza, estaba ya lleno; por lo que no fue posible conocer el famoso santuario del dios de las tormentas. No obstante, sí pudimos tomar un tour nocturno de la ciudad, conocer el circuito del agua, y aprovechar el happy hour en Larcomar.
Una hora y media y cuatro pisco sours después, estábamos subiendo las escaleras del bus del tour, con destino a las calles de la ciudad de Lima y el circuito mágico del agua, que así se llama. Durante el tiempo del trayecto, pude conocer un dato que -desde entonces- no ha hecho sino taladrarme el cerebro: “Lima es la segunda ciudad más grande del mundo -después de El Cairo- construida en un DESIERTO”. ¿Por qué no encontré ese dato cuando busqué información de Lima en Internet? Me habría ahorrado más de un problema de guardarropa y temperatura corporal esta mañana…
La frasesita de arriba -que debería estar escrita en el aeropuerto en varios idiomas- también nos hizo comprender la obsesión de los limeños por las fuentes. El circuito mágico del agua es bello; pero -para quienes estamos acostumbrados a las fuentes- no es nada del otro mundo. Sin embargo, el asunto toma una nueva dimensión cuando recordamos que los camiones cisterna riegan las plantas, que en Lima -como orgullosamente le dicen a uno en el tour- no llueve y que las calles no tienen cunetas. Para ellos, es un lujo poder acceder de esa manera al gua; y un recordatorio de lo afortunados que somos quienes vivimos en países en los que es posible que llueva varias veces en la semana.