Estambul es una ciudad enorme. Su situación geográfica, partida en tres y justo entre dos continentes hacen del transporte público una epopeya multimodal. Sus catorce millones de habitantes y visitantes transitan todos los días por este sistema, compuesto de tren, tranvía, barcos (sí, es en serio: barcos), buses, funicular y un pequeño tranvía histórico que pasa por la plaza Taksim.
Un sistema que encontramos profundamente útil en nuestro último día completo en la ciudad. Después de dedicarnos a las tareas domésticas debido a nuestra pronta partida a Capadocia, salimos a buscar la aventura del día. Caminamos alrededor de Sultanahmet siguiendo la muralla que bordea la rocosa costa sobre el Bósforo, desde la que se alcanza a ver el moderno puerto de Estambul. Es una caminata mucho más larga de lo que me había atrevido a pensar; pues calculé alegremente el tiempo que nos tomaría rodear la península en que se convierte el cento histórico de Estambul.
Íbamos en dirección al Puente Gálata y a Eminonu por lo que volvimos al Gran Bazar, para pasearnos de nuevo por sus puestos; y entramos a la cercana Pequeña Santa Sofía. Llamado así en honor a su modelo, es una muy pequeña y poco visitada iglesia reconvertida en mezquita. Es muchísimo más silenciosa que la modelo y permite mucho más el movimiento de los visitantes; por lo que aproveché para tomar fotos con mayor libertad.
El bazar que rodea la mezquita es más pequeño y mucho menos transitado. No obstante, nos dio la oportunidad de conocer al gato más confianzudo de Estambul. Éste no dudó en subir y aposentarse en la espalda de mi hermano, quien le había hecho algunas zalamas sin mayor intención. Por cinco minutos estuvo subido en mi hermano y fue necesario que lo tomara en brazos, lo pusiera en el suelo y nos alejáramos, so pena de tener que llevarnos al minino a Colombia; o, al menos, hasta el aeropuerto el día de mañana.
Cerramos el día tomando uno de los buses-barco hacia el vecindario de Üsküdar, un sitio poco visitado, de clase media y donde no había turistas distintos a nosotros. Conocerlo fue una agradable sorpresa; ya que cuenta con unas gradas que llevan desde la orilla de la carretera hacia el Bósforo, haciendo las veces de malecón. Este sitio cuenta además con una vista privilegiada de la Torre de Leandro y el horizonte exactamente opuesto: el perfil del barrio de Sultanahmet. Compramos unos sánduches de queso y una gasesosa para cada uno, y nos sentamos a disfrutarlos cuando…
sonó una música…algo hizo click y….
“Hey, ese no es JBalvin?” preguntó mi hermano.
Afiné el oído y, efectivamente. Era JBalvin. O más bien su música, sonando en un negocio en Estambul, frente a la Torre de Leandro. Ambos nos miramos un poco sorprendidos, sonreímos y lo dejamos estar. Honestamente, la música no estaba desentonando con el momento; y llegamos a afirmar que sonaba mejor allá que en Medellín. No porque estuviéramos nostálgicos, sino porque así lo sentíamos. ¿Serán efectos de la globalización? ¿Será porque su música tiene un aire internacional? Honestamente no lo sé, pero así fue.
Con JBalvin o sin JBalvin, fue un regalo hermoso pasar el último atardecer en Estambul viendo cómo las olas mecían la Torre de Leandro y el sol se ponía contra el perfil de las mezquitas y de los palacios que habíamos visitado.