Debo admitir que no conté todo lo acontecido el día de ayer. La verdad, dejé para contar en una entrada adicional de este diario de viaje un encuentro bastante sorprendente en un lugar u poco anodino.
Una de nuestras primeras paradas fue un museo, más bien mediocre, acerca de la cotidianidad jordana. No obstante, nos sorprendió que nos ofrecieran la presencia de una guía en español. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando aparece en escena una mujer más o menos de mi edad, hablando con un fuerte acento cubano.
Ella comienza a explicarnos acerca de lo que vemos en el Museo, pero mentalmente los tres hemos perdido el objetivo de la visita; que se reconfigura en una entrevista a nuestra guía, mientras deambulamos por escenas de la vida jordana: ¿Qué hace aquí?¿Cómo salió de Cuba?¿Está casada?¿Qué opina ella acerca de las mujeres árabes? y un sinfín más de preguntas que diluyen el ya escaso interés por el Museo, en aras de la perspectiva de una latinoamericana adentrada en tierras del Islam.
Nos cuenta su historia. Proviene, efectivamente, de Cuba. Su marido es de padre jordano y madre cubana; y estando él en la isla visitando familiares, la conoció y se enamoraron. Ambos son cristianos, pero de todos modos debe seguir las tradiciones del lugar, especialmente las relacionadas con la vestimenta. Señalando a mi tía, indica que ella está “algo reveladora”. Ella, por su parte, “levanta cejas” vestida como está con un jean y una camiseta amarilla de poliéster con manga corta. En cuanto a mí, vestida con un short caqui y camiseta de tiritas café, me dice que “soy un escándalo”.
A continuación, nos habla acerca de las mujeres en Jordania. Son muchísimo más inteligente, explica, que las propias americanas; que simplemente están más educadas. Nos explic que, al momento de un hombre buscar comprometerse con una mujer, lo primero que ésta le pregunta es su salario mensual o los negocios o propiedades que posea su familia; y cuál es su posición en ésta.
Si las primeras negociaciones avanzan a una siguiente ronda, se hace un pliego de peticiones en el que la mujer explica qué quiere por parte de su marido. Generalmente, piden una fuerte suma de dinero que está parcialmente denominada en JDs (la moneda nacional) en una cuenta bancaria a nombre de ella; y la otra parte está en dólares, oro o joyas custodiada en un banco. También a nombre de ella. En caso de que ella muera, los valores pasan como herencia a los hijos.
“Eso no es todo” nos dice. “Esto que yo hago aquí, trabajar, es una deshonra para mi marido según la sociedad. Él es consciente de que necesito estar activa por haberme criado a la occidental; pero las jordanas no trabajan más allá de sus cocinas. He visto casos en que las familias jordanas pasan malos tiempos, y a las mujeres ni siquiera se les ocurre ayudar a los hombres -que llegan a pasar trabajos- con el sostenimiento del hogar. Están seguras de que eso les corresponde a ellos, y es su deber asegurar el sustento. Aquí todavía no han cambiado los patrones tradicionales…”
Nos confirma, de nuevo, que “los occidentales la sacan barata, porque sus mujeres les ayudan a sostener el hogar” sin contar con que, después de tan exhaustivo arreglo, “las jordanas dicen haberse enamorado. Bah! Esas no saben nada. No han conocido más hombres que los familiares y el marido”.
Sus palabras, en cierto modo, no me sorprenden. De hecho, me recuerdan con fuerza una imagen que vi en el centro de Amman. Al lado de las tiendas donde se exhiben los trajes típicos que mencioné previamente, hay generalmente boutiques de lencería. Éstas, déjenme decirles, no son picantes, atrevidas o insinuantes: son de plano vulgares. Tules que no insinúan sino que directamente exhiben, de lo transparentes que son. Corpiños hechos con tela de malla con agujeros tan grandes que perfectamente podría colarse la mitad del seno por uno de ellos; y, para rematar, ropa interior hecha en una gama de colores que no dejan casi nada al misterio o a la sensualidad, sino que apela ya al mal gusto: verde loro, amarillo chillón, azul rey o estampados de camuflado fueron los tonos que pude ver, y que se confunden con los apliques brillantes de estos baby doll. Mejor dicho: a diferencia de nuestras tiendas de lencería, estas “pijamitas” parecen baratas y, francamente, hechas en China.
No niego que me reí pensando en aquellas mujeres sólo con el espacio de sus ojos libre, eniendo semejantes prendas por debajo! Más que una sorpresa, serían literalmente de infarto para sus maridos…