Escribo mis primeras impresiones sobre El Cairo (Al Kahir o “La Victoriosa” en árabe) desde un lugar, gracias a Dios, lejano: nuestro camarote en el barco sobre el río Nilo que abordamos hoy desde la ciudad de Luxor. Por fin, al filo de la medianoche, partió nuestro vuelo después de pasar el día en aquel lugar donde uno no llega, ni se encuentra. Simplemente, entra en curso de colisión.
Salimos de Jordania a las 6.00 a.m. en un vuelo de Egypt Air que despegó de su impresionante Aeropuerto Reina Alia. Nuestra idea era dejar las maletas en la consigna del aeropuerto y aprovechar lo más posible el día en la ciudad más importante del norte de África. Infortunadamente, al llegar descubrimos que no había consigna, por lo que deberíamos cargar maletas todo el día.
Vamos a buscar el autobús a ua pequeña terminal cercana, desde donde parten los buses a la Plaza Tahrir. Allá se encuentra el Museo Egipcio del Cairo, que será nuestro destino el día de hoy. Montamos al bus -en bastante mal estado- y nos disponemos a pasar nuestras próximas tres horas de existencia (de acuerdo con los cálculos de uno de los pasajeros, que resultaron ser bastante precisos) dando vueltas por el Viejo Cairo hasta llegar a nuestro destino.
Desde el bus, El Cairo se ve como una ciudad en la que hubiera acabado de ocurrir el apocalipsis. Su color es parduzco debido a la sempiterna presencia de arena del desierto, que se apropia de todos los colores que pueda tener la ciudad, dándole aspecto de estar deslavada y sucia.
La basura que generan sus veintitrés millones de habitantes no parece recogerse con puntualidad por parte de los ciudadanos o de las autoridades, por lo que no es un lugar muy salubre; y los semáforos de tránsito, de plano, NO FUNCIONAN. ¿Cómo no funcionan los semáforos en una ciudad de veintitrés millones de habitantes, dotada con viaductos de hasta tres pisos de alto? La verdad es que no sé. Sólo sé que esta ciudad no es para los débiles de corazón.
Después del paseo desde Heliópolis (donde está el aeropuerto) y el Viejo Cairo, llegamos por fin a la Plaza Tahrir, cuna de la Primavera Árabe que derrocó a Mubarak. Nos acercamos al edificio del Museo -que abrió mientras dábamos vueltas en bus- sólo para encontrarnos con que sus alrededores tenían barricadas hechas con alambre de púas, al estilo de la I Guerra Mundial. También había varias tanquetas y vehículos del Ejército estacionados en fila frente a la entrada al Museo; y los efectivos estaban vestidos con ropa anti-disturbios de kevlar o con su uniforme de faena, haciendo lo que se me ocurrió una muy poco tranquilizadora calle de honor para los escasos turistas que entrábamos.
Dejamos (¡por fin!) las maletas en el maletero del Museo. Para mi consternación, debí dejar también la cámara; ya que está prohibido entrar con dichos aparatos. Tras solucionar un pequeño impasse con las boletas, entramos por fin al edificio principal del Museo.
Éste está orientado de forma que, al seguir el recorrido, se sigue la línea de tiempo de los muchos periodos en los que está repartida la extensa historia egipcia. En el segundo piso se localizan los dos puntos focales del Museo: la Cámara de Tut-ankh-amon, y el Pabellón de los Reyes, donde descansan las momias de los soberanos egipcios.
Como edificio, el Museo Egipcio es pequeño y carece de la infraestructura para acoger la vasta colección que tiene, ya que no sólo son muchas piezas de tamaño considerable para exhibir y preservar de forma adecuada (lo cual sólo se logra en la Cámara de los Soberanos, la Cámara de Tut y la exhibición de joyas de la Dinastía Tanita). Esto, en cuanto a estética (pues el interior se ve atiborrado) y en cuanto a condiciones ambientales, pues se siente olor a humedad; lo que, creo, debe ser alarmante en cualquier museo.
Tras ver el Museo y descansar, decidimos dar un paseo por las calles vecinas con la esperanza de tomarnos algo y pasar la tarde hasta la hora de cierre del Museo, en que recogeríamos nuestras maletas. Debo decir, en este apartado, no sólo que el centro de El Cairo quedó muy dañado tras la Revolución, con edificios quemados que no han sido reparados; sino que el tráfico egipcio es en sí mismo un capítulo aparte. No solamente los conductores son irresponsables; los peatones parecen entretener la idea de un suicidio colectivo.
Cruzar la calle parece ser un dueño de fuerzas entre el conductor, que acelera el automóvil todo lo que puede; y los peatones, que lo miran (idealmente con desprecio) desde donde están antes de decidirse a dar el primer paso hacia el centro de la vía. Gana quien pueda imponerse físicamente a continuación de este duelo de miradas, nada apto para quienes vienen de una cultura en la que se cruza por las cebras y se respeta el semáforo peatonal.
Pipe aprendió la costumbre local más o menos después de cruzar la primera calle; por lo que pudimos contar con ua ventaja frente a los demás grupos de turistas, apocados en las esquinas por los aspavientos de los conductores cairotas, el polvo y el calor.
Nos fue imposible disfrutar de una tarde en paz en la ciudad por su física falta de infraestructura. Derrotados, decidimos regresar al aeropuerto, y comenzó el regateo. Cuando por fin pudimos acordar un precio y nos metimos al taxi, sonreí: aí nos tocara esperar un tiempo, no estaríamos en El Cairo por ocho días más.