Luxor, Egipto
Como les dije ayer, escribo desde un sitio muy diferente a aquel en el que estuve ayer por la mañana. Estoy a bordo de un barco anclado en el Nilo, de noche, disfrutando de una cerveza decente en compañía de mi familia. Afuera del barco se oye el rumor lejano de un pueblo en el Egipto Profundo, mientras el barco avanza hacia Edfu, nuestro próximo templo a conocer mientras vamos más y más hacia el sur.
Este día lo comenzamos en Luxor, el sitio del antiguo culto al dios Amon y capital del Sur de Egipto por los últimos 5.000 años. La ciudad floreció en la época faraónica en torno al culto, llegando en algunas ocasiones a parecer un Estado dentro del Estado; y en otras ocasiones a liderar las revueltas en contra de los invasores y convertirse en la sede del poder egipcio, como fue el caso de la revuelta en contra de los hicsos, que dio comienzo al Imperio Nuevo y a las dinastías tebanas.
Nuestra primera parada en este lugar tan importante fue el Valle de los Reyes. ¡Oh, dolor! Tampoco se reciben cámaras. Contrita, dejé a mi amiga bajo el cuidado del conductor y me adentré en el Valle detrás de mi familia, que ya avanzaba con Hussein; nuestro guía por los siguientes ocho días de viaje. El Valle es alargado, estrecho y profundo; y aunque puede mitigar un poco el calor -confieso que me pareció, junto con Petra y Marrakesh, uno de los sitios más frescos- no es conveniente confiarse y dejar de lado el agua, que ha pasado a ser nuestra nueva mejor amiga. Una vez dentro, caminar, caminar y caminar hasta llegar al rincón más profundo del valle, conocer la característica piedra en forma de pirámide, que confirió al Valle su carácter de sagrado entre los antiguos egipcios; y -agradable sorpresa-
conocer las tumbas de Ramsés I y la de Ramsés IX.
Pasando justo al frente del Templo de Hatsehpsut, enfilamos hacia Medinet Habu, el templo de Ramsés III, el último gran faraón guerrero del Imperio Nuevo; quien murió en una conspiración de harén. Tal circunstancia no hace parte de la historia y la propaganda oficiales, que detallan exhaustivamente las campañas del Faraón, así como los numerosos enemigos muertos en sus batallas, haciendo hincapié en las escenas de manos, pies y….otras partes de la anatomía masculina cortadas para poder llevar una cuenta más exacta de las bajas.

Era normal que los reyes egipcios hicieran estos homenajes a sí mismos, ya que buscaban con la erección de estos templos hacer un culto a su energía vital, con el fin de que ésta no les fallara al momento de gobernar, tarea que según los egipcios podía minar la energía vital de su faraón. Al mismo tiempo, dejaban un monumento a su alma inmortal por el esto de los tiempos junto con un cuerpo sacerdotal encargado de rezar por ella después de su muerte; y como guinda del pastel, podían vanagloriarse de sus campañas, sus mujeres, sus hijos, sus riquezas, sus victorias sobre sus enemigos y su posición por los siglos de los siglos en medio de un hermoso despliegue de arte egipcio que incluso hoy, en ruinas, estremece y sorprende al visitante.
Como podemos ver, era claramente una relación ganar -ganar: gana el rey; gana el pueblo, inmortal a través de su rey; y ganamos nosotros, que tenemos el placer de verlo milenios después 🙂
Despidiéndonos de Medinet Habu, pasamos cerca a los famosos Colosos de Memnón; y de allí nos fuimos al enorme complejo de Karnak, bastión del poder del Sumo Sacerdote de Amón. Más que enorme, diría yo que es inmenso; porque me parece que este segundo adjetivo encierra en sí mismo no sólo la magnificencia de los lugares sagrados, o el tamaño del complejo (que incluía lagos sagrados, varios templos y una de las salas hipóstilas más grandes del mundo antiguo); sino la superación de la prueba del tiempo, el abrazo a la inmortalidad y la grandeza de su historia y su pasado, que resuena incluso el día de hoy.
Cuando se camina por Karnak, no se siente recorriendo un edificio muerto; se siente caminar a través de un ente vivo,que se expresa a través de la piedra y revela las historias de un pasado glorioso y de un presente que recuerda a la arrogante Humanidad que no hay nada eterno, aunque sí haya textos escritos sobre la roca.
Esta entrada al Diario, en particular, recibe su nombre por el apodo dado en la Antigüedad a la Sala Hipóstila, la maravilla del Templo de Amón: los griegos la llamaron el Bosque de Columnas; el cual fue debido a la gran cantidad de columnas, al tamaño de la sala, y a la imponencia de cada una, cuyos diseños de hojas en la base tienen la altura de un hombre, y que se elevan hacia el cielo simulando flores de loto y tallos de papiro que sólo esperan la caricia del sol para abrirse.
Confieso que uno de mis sueños de la infancia fue perderme un día en ese bosque de columnas, caminar por ellas e imaginarme qué habrían podido pensar aquellos que habían pasado por esos mismos corredores, a la luz de los braseros del Templo: sacerdotes, guerreros, faraones y reinas…la esencia del Egipto que todos conocemos hoy en día, y que ha sido la fascinación de la humanidad desde el tiempo de los griegos.

Disfruté del paseo por la sala todo lo que me fue posible; pues había muchísimas cosas que ver en el complejo: el lago sagrado, las estatuas de los faraones, la estatua del dios Amón como escarabajo -al que supuestamente dan el poder de dar buena suerte si se dan siete vueltas en derredor en el sentido de las agujas del reloj, lo que la convierte en un burladero de turistas- y, más importante: la Avenida de los Carneros, otro de los lugares que tenía marcado conocer sí o sí.
Desde este lugar salía la procesión en la Fiesta de Opet, que llevaba las estatuas de la tríada tebana (Amón, Mut y Khonsu) hacia Luxor, para luego devolverse por el río, celebrando la Fiesta de Opet y el renacimiento del dios Amón cada año, marcando así el año nuevo egipcio.
En Luxor, la procesión entraba al templo por la famosa Avenida de las Esfinges, otro lugar marcado en mi agenda, y se dirigía al interior del templo a terminar los rituales del año nuevo, mientras el pueblo esperaba afuera para celebrar; ya que tenía prohibido participar en los rituales. Sólo podían entrar quienes participaran del poder de la divinidad, que compartieran su energía y pudieran usarla para el bien del país.

Parece ser que esa advertencia de siglos no disuadió mucho a los musulmanes; que decidieron construir una mezquita dentro del templo cuya diferencia en estilo y materiales pudimos apreciar desde la distancia, ya que no podíamos conocerla. Me atrevo a especular que el hecho de que este lugar fuera sagrado desde mucho antes de que sus ancestros nacieran lo podría haber animado a construir la mezquita justo ahí, justo en uno de los centros neurálgicos de sus antiguas creencias.
¿Será que los viejos hábitos no mueren fácilmente?