Uno de los retos de este año fue leer un libro prestado. ¡Eso es un ejercicio de confianza más fuerte que el de caer de espaldas sobre tu compañero más cercano!
Quienes hemos sido parte de uno u otro lado de la mesa hemos pasado por un análisis de seguridad digno de un investigador privado o un servicio de espionaje; hemos pasado por años de conocimiento y reconocimiento de nuestro proceder; y superamos un análisis de riesgo más riguroso que el SARLAFT (Sistema de Administración de Riesgos para Lavado de Activos y Financiación del Terrorismo) implementado por el sistema financiero. Toda una política de Conozca a su cliente rigurosa y plagada de alertas que indican si esa persona es de fiar.
Sólo exagero un poco. Si bien es cierto que los lectores somos más bien reacios a prestar un libro a gente que no sea de nuestra entera confianza, sí solemos compartir nuestras lecturas; pues no hay mayor placer que el poder compartir el gozo de un libro leído. De él se derivan conclusiones conjuntas, conversaciones (con o sin una buena taza de café al lado), teorías; y casi un mundo paralelo a la historia, propiamente dicha.
He sido “arrendataria” de libros en varias partes a lo largo de mi vida:
De las bibliotecas de mis tías. Aunque era más frecuente que el préstamo de los libros fuera mientras estuviera en la casa de mi abuelita, he tomado libros prestados de sus bibliotecas, como tuve la vergüenza de constatar hace poco (ver la imagen principal). Leía los libros entre semana, y los devolvía los sábados, día de nuestro almuerzo familiar.
Libros del salón. En mi colegio, los salones de primaria tenían libros; así que uno de los primeros entornos en los que supe qué era “pedir un libro prestado” fue ese.
De la biblioteca del colegio. Esta fue una clásica. Pedí libros prestados desde los 10 hasta los 17 años, con énfasis en el bachillerato pues mi mamá me sacó la mano en aquello de la compra indiscriminada de libros. Aunque en general era disciplinada con las fechas de regreso, había ocasionales olvidos que resultaban en multas.
De la biblioteca pública. Fue el menos frecuente para mí, porque tenía ciertas restricciones de transporte y convencer a mi mamá de que me llevara a la biblioteca (situada al otro lado de la ciudad) era más bien difícil. No obstante, una vez sí pedimos prestado un libro de una biblioteca pública (Las intermitencias de la muerte); pero no para mí, sino para mi hermano.
Curiosamente, nunca me llamó la atención pedir libros prestados en la biblioteca de mi universidad o en la de EAFIT; tal vez porque pensaba que la Universidad debía ser un periodo para adquirir muchos conocimientos técnicos de mi área de estudio. Y ahora, he recurrido a otros medios para ampliar mi biblioteca; como trueques literarios o compras.
La única excepción que se refiere al préstamo de libros es Momo. Ese libro no sale de mi biblioteca. Con todo el gusto, le puedo regalar una edición o le digo dónde puede descargarlo en Internet; pero no le presto mi ejemplar. Ese libro no se presta.
Una entrada muy interesante, y es cierto que entre lectores hay un cierto recelo a la hora de dejar prestado uno de sus libros, pero una vez superada esa barrera inicial uno siente que está compartiendo algo más que un simple libro, ahora el objeto se transforma en una experiencia que nos conecta con el nuevo lector. Yo suelo compartir, no mucho, pero si con algunos primos o tíos, o incluso los amigos más cercanos que a veces te preguntan por un libro que les ha llamado la atención de las estanterías. Saludos!
Ejem……. Naricita 🙂
(Eso es más bien digno de un ataque de tos ¬¬)