Toda la vida han existido libros escandalosos, censores mojigatos y ciudadanos audaces dispuestos a arriesgar su integridad para la difusión de estos volúmenes que, con el paso del tiempo, recuperan su justo lugar en la historia y en la literatura pues,
El censor más famoso de todos y cuyo ejercicio fue más duradero fue, sin duda, la Iglesia Católica. Por siglos, los escritores sometieron sus obras a la autoridad episcopal, esperando por meses y hasta años el ansiado “imprimatur” (Imprímase), vocablo negado a la mayoría; pero que inspiró a varios autores vernáculos durante los siglos del medievo, a guardar clandestinamente sus obras; que no verían la luz por siglos o que serían injustamente juzgadas en virtud del criterio del obispo de turno.
Umberto Eco hace una magistral descripción de esta costumbre, cuando en El Nombre de la Rosa Adso de Melk y su Maestro, Guillermo de Baskerville, viajan hasta una abadía remota buscando un libro prohibido que guardan en los muros de la biblioteca, y que es la causa de la cadena de asesinatos que tiene lugar en la trama de la novela.
Es un libro (de la Risa, por Aristóteles), y el temor de lo que sus palabras puedan contener, lo que ha suscitado los furores asesinos de uno de los monjes, que teme el acceso al mismo por parte de los novicios, que juzga maleables; y que representa el uso de la censura como herramienta de cohesión social y, en contraposición, la impresión clandestina de las palabras cuyo destino es ser la voz de la Humanidad en un determinado momento histórico.
Libros “escandalosos” sólo existen en la cabeza y en la realidad de los lectores. Libros “escandalosos”, tal vez existen por intereses particulares…porque un libro simplemente describe una realidad. Los libros, per se, no son escandalosos.