Hace poco, salí a tomar el algo –como decimos en paisa- con una amiga politóloga. Mientras el café iba y venía, le compartí de corazón mi conclusión de que estudiar finanzas había sido una de las mejores decisiones de mi vida.
A pesar de haber alzado algunas cejas en su momento debido a mi muy reconocida aversión por las matemáticas (que, luego me di cuenta, simplemente correspondió a la clásica enseñanza de la materia en el colegio y a mi respuesta a ese método de enseñanza), descubrí desde muy temprano en mi carrera que éstas, de hecho, me gustaban mucho; y que había estado en lo correcto al escoger finanzas.
Éstas dan criterio, disciplina, bases conceptuales para entender (así sea parcialmente) cómo funciona el mundo. Ponen tus pies en la tierra, pero –con las proyecciones- te enseñan a ver a futuro y a comprender cómo las distintas variables que existen pueden afectar un negocio en un horizonte de tiempo. Te permiten aprender a hacer análisis complejos y te entrenan para pensar muy bien tus actos y las consecuencias que éstos pueden tener a futuro. Te enseñan una forma de pensar muy delicada y que requiere maestría…
Por supuesto, no hay nada perfecto en este mundo, y eso lo sabemos todos. Hay incentivos perversos enquistados en el sistema, externalidades al mismo de tantas clases que necesitaría por lo menos de una entrada adicional para describirlas; y asimetrías cuya existencia no voy a negar. Como ya dije: nada hecho por hombres es perfecto; y los tres ejemplos que cito son apenas la forma más evidente de estas imperfecciones, contra las que todos los días hay que batallar.
Para apoyarme, cito una frase del libro de finanzas internacionales del cual estudié:
“In underdeveloped economies the important is not the theory; but the relevance of the assumptions underlying the theory” (Multinational Business Finance). Es en ellas donde subyacen todos estos problemas.
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