Me he ganado alguna que otra indirecta en estos días con respecto a mi costumbre de almorzar en mi casa. A no ser que tenga una cita médica o alguna diligencia que hacer, todos los días salgo a descansar a mi casa. Hay ocasiones en las que no almuerzo; no suelo tener hambre a medio día. En su lugar, tomo este tiempo como un descanso y una desconexión de la jornada de trabajo: paseo a mi perro, juego con ella; leo; medito; oigo música; hasta tomo fotos. Después de una hora larguita, vuelvo descansada (y feliz) a trabajar.
Pienso que hay algo supremamente triste con comer en el escritorio. Por eso, nunca lo he hecho si no existe una razón muy poderosa de por medio: estoy estudiando algo importante, revisando alguna operación o algún documento complejo; o tal vez se prolongó una reunión e hizo irrelevante la salida a almorzar…
Veo comer en el escritorio como una prolongación del sedentarismo. Como una (mala) práctica que hace daño a la salud. A la salud mental, pues hace palidecer la frontera entre el descanso y el trabajo durante la jornada. También a la salud física, pues el cuerpo no recibe el mensaje de que está en modo de descanso; y en ocasiones no se entera si está en hora de almuerzo o no, pues las personas ni siquiera se levantan del escritorio. Salir físicamente de la oficina es un quiebre lo suficientemente dramático en la jornada como para hacer saber al cuerpo que es la hora de descansar después de una mañana productiva, y así garantizar que en la tarde el nivel del trabajo se mantiene.
En mi caso, viví dos etapas con relación a esta práctica: antes del carro y después del carro. En la primera era posible pero no practicable ir a mi casa. Opté entonces por ir a un centro comercial cercano y sentarme en las bancas a leer al medio día, aprovechando que no me da mucha hambre; o que podía comprar fruta en el supermercado si al tenía. La segunda etapa es la que ya he descrito; en la que disfruto las idas a mi casa todos los días a comer. ¿Tacos? Sí. ¿Calor? También. ¿Filas? Ni se diga; pero al final, la cara de alegría de mi perro al verme llegar, y la sensación insuperable de sentarme descalza en mi terraza al medio día, bien vale la molestia…y las indirectas.
Totalmente de acuerdo, comer en la oficina es casi como hacernos esclavos del trabajo y del tiempo, cierto que muchas ocasiones es inevitable; pero sería recomendable poder tener ese tiempo para desconectar y es que además aquí en España la comida más importante suele ser esa que hacemos sobre las dos o tres de la tarde.
Saludos, una entrada muy interesante.
Yo opino lo mismo. La posibilidad de almorzar en casa es calidad de vida y eso no lo negocio. En América Latina el desayuno y la cena son las comidas más importantes: el desayuno, porque es con lo que se comienza el día laboral o de estudio (que aquí empieza sobre las siete de la mañana) y la cena, pues es cuando se reúne la familia en la mesa (las jornadas de estudio imposibilitan el almuerzo) y comenta el día. Incluso yo, que vivo con mi hermano, lo hago: comemos juntos y compartimos lo que pasó en el día de cada uno. Saludos!
Qué curioso yo también suelo cenar con mi hermana, excepto cuando juega el Real Madrid que o ceno antes o después del partido, pero siempre sólo.
Eso es efecto fútbol 🙂 y es algo ocasional, pues son los partidos y es comprensible… Yo creo que cenar en familia es de lo más significativo que podemos hacer, porque es compartir nuestro día con los que más queremos. Yo siempre deseo, cuando llega la noche, que llegue mi hermano y podamos charlar un rato y saber cómo le fue.