Y aquí estamos todos, trabajando desde la casa (los bendecidos que podemos) porque afuera, como en La Máscara de la Muerte Roja (cuento de Edgar Allan Poe), campa una pandemia.
Personalmente, trabajo en mi hogar desde el 17 de marzo de este año por política de la oficina; por lo que fui parte de los simulacros en las grandes ciudades colombianas y, ahora, de la cuarentena general promovida por la Presidencia de la República.
Exceptuando la prohibición de salir, no me ha disgustado esto del tele trabajo o home office, como le dicen algunos. Me ha evitado el estrés del tráfico, me ha dado cierto control del tiempo, he estado con mi perro, y he podido balancear bastante más mi rutina.
También me alegra darme cuenta de que soy bastante disciplinada: no trabajo en pijama, sino que todos los días me pongo ropa limpia, cocino, saco al perro, respeto mi horario de trabajo (incluyendo la duración original de mi hora de almuerzo); y, en general, procuro que mi comportamiento continúe como si todavía estuviera yendo a la oficina.
Sin embargo, debo decir que extraño bastante la vida oficinera. La interacción con los demás en el espacio de una oficina (cercanía que ninguna plataforma tecnológica te reemplaza), las personas que saludamos en el camino; las que no son parte de la oficina pero sí del entorno…sí, creo que una oficina son las personas que la componen…